Con un ambiente húmedo de 5 de la mañana nos recibe Santa Fe de Bogotá, capital de la república de Colombia. Con 6 millones de habitantes el caos no descansa, ni de día ni de noche.
Durante casi dos meses que duró mi estancia en la ciudad, mi hogar fue la casa de viajeros “Casa Locombia”, donde Martín, un argentino con frenillo en la lengua, nos despertaba todas las mañanas al grito de: “Buenos días Drogotá!”. Con su energía era imposible no ponerse en marcha y al toque teníamos listo el chocolate y unos pancitos de la panadería de la esquina, famosa no tanto por su género como por la simpatía de su dueña. Después de un pucho ya estábamos listos para salir a la jungla.
Por aquellas, tenía un trabajo de "chico para todo" en el Hostal Musicology (a pesar del nombre, había de todo menos música), y lo mismo había que arreglar un grifo que hacer guardia nocturna en la portería, donde podía llegar desde un australiano disfrazado de Indiana Jones hasta una excursión de teenegers en pleno éxtasis de hormonas alineadas con Jet Lagg. Las noches eran de lo más divertido. Los turistas que transitaban por el lugar se tomaban la ciudad como un paraíso con vicios muy baratos, generalmente.

La gente opina de Bogotá que es una ciudad impersonal, una gran urbe de gente fría e individualista. Mi visión fue que, bajo ese sol sin brillo, a los rolos se le llena de moho la empatía, pero cuando sobrepasas la primera capa sale el carácter amable y cordial que caracteriza a este maravilloso país. La muestra de esto lo encontraba casi cada tarde en la plaza del Chorro de Quevedo, donde cada cual sacaba sus locuras al sereno y nunca faltaba un parche con el que conversar o tocarse una de Silvio. Mis movimientos se limitaban casi en exclusiva al barrio de la Candelaria y, aunque cruzar los límites me provocaba un cierto espesor en la saliva, he de reconocer que cada salida del barrio era una aventura nueva. Un día festivo de nosequé, salí a vender unos chocolates para hacer unos pesitos y, después de toda la tarde dando vueltas, me encontré con más de la mitad de la mercancía en la puerta de una especie de filmoteca donde había cola para entrar, pregunté y, aunque el aforo estaba completo, unos cuantos rezagados endulzamos la historia de una niña en la posguerra en Bosnia con chocolate.
Una cosa curiosa del barrio de La Candelaria es que encuentras una serie de personajillos colgados de los balcones y tejados que, según me contaron, es un homenaje a los loquitos ilustres del lugar. Hablando de locos, Una mañana conocí a Jose, un rolo que había vuelto a casa de un largo viaje y tenía un restaurante de comida “exótica” en La Candelaria. El man Quería sacar menús baratos para dar almuerzo a los universitarios y yo le hablé de mi Erasmus en Italia. En la primera reunión de negocios, el tipo me invitó a fumar en bong, me preguntó si había visto la última de Torrente y se tronchó de risa; los dos encuentros siguientes fueron un calco del primero. Al rato caía en cuenta y decía: “esto ya te lo había preguntado, ¿no?”. El negocio no nos funcionó muy bien, pero nos hinchamos a comer spaguetti bolognesa.
Y después de un tiempo maravilloso, tocaban despedidas de andén para continuar viaje dejando algún que otro pedacito de mí en esta ciudad insufrible, pero insustituible. Ahora, siempre es un gusto volver a darse una vuelta por allí.
J. Abengoza


Me gusta ese grupo!
ResponderEliminarCuando vuelvas por españa, profunda o no, hay que juntarse a vivir una de estas noches
http://elfuturoyapaso.blogspot.com.es/2010/02/noches-nacho.html